El Corazón Perfecto
Un día un hombre joven se situó en el centro de un poblado y proclamó que él poseía el corazón más hermoso de toda la comarca.
Una gran multitud se congregó a su alrededor y todos admiraron y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni manchas, ni rasguños. De pronto un anciano se acercó y dijo: "Perdona mi atrevimiento, pero, por qué dices eso, si tu corazón no es ni siquiera aproximadamente tan hermoso como el mío, o el de tantas otras personas"
Sorprendidos la multitud y el joven miraron el corazón del viejo y vieron que, si bien latía vigorosamente, éste estaba cubierto de cicatrices y hasta había zonas donde faltaban trozos y éstos habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar, pues se veían bordes y aristas irregulares en su derredor. Es más, había lugares con huecos, donde faltaban trozos profundos.
El joven contempló el corazón del anciano y al ver su estado desgarbado, se echó a reír. "Debes estar bromeando," dijo. "Compara tu corazón con el mío... ¡El mío es perfecto! En cambio el tuyo es un conjunto de cicatrices y dolor"
"Es cierto", dijo el anciano, "tu corazón luce perfecto, pero yo jamás me involucraría contigo... Mira, cada cicatriz representa una persona a la cual entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos a su vez, me han obsequiado un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. De ahí quedaron los huecos, dar amor es arriesgar, pero a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza, que algún día -tal vez- regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón.
¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?"
El joven permaneció en silencio, lágrimas corrían por sus mejillas. Se acercó y le dio un pedazo de su corazón al anciano, de igual manera hizo éste y le dio un pedazo de su corazón al joven. Al no haber sido idénticos los trozos, se notaban los bordes y las uniones. El joven miró su corazón, que ya no era perfecto, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior... y el amor de él en el corazón del anciano. El joven sólo pudo reaccionar y decirle al anciano...
"Sí, en verdad ahora puedo ver lo hermoso que es tu corazón"
Y tu corazón... ¿cuántas cicatrices tiene?
¿Cómo reaccionas?
Una hija se quejaba a su padre acerca de su vida, y cómo las cosas le resultaban tan difíciles.
No sabía cómo hacer para seguir adelante y creía que se daría por vencida.
Estaba cansada de luchar. Parecía que cuando solucionaba un problema, aparecía otro.
Su padre, un chef de cocina, la llevo al lugar de trabajo. Allí llenó tres ollas con agua y las colocó sobre el fuego fuerte. Pronto el agua de las tres ollas estaba hirviendo.
En una colocó zanahorias, en otra colocó huevos y en la última colocó granos de café. Los dejó hervir sin decir palabra.
La hija esperó pacientemente, preguntándose qué estaría haciendo su padre.
A los veinte minutos el padre apagó el fuego. Sacó las zanahorias y las colocó sobre un recipiente. Sacó los huevos y los colocó en un plato. Colocó el café y lo sirvió en una taza.
Mirando a su hija le dijo: “Querida ¿qué ves?”. “Zanahorias, huevos y café” fue la respuesta.
La hizo acercarse y le pidió que tocara las zanahorias. Ella lo hizo y notó que estaban blandas.
Luego le pidió que tomara el huevo y lo rompiera. Al sacarle la cáscara, observó que el huevo estaba duro.
Luego le pidió que tomara un poco de café. Ella sonrió mientras disfrutaba de su rico aroma.
Humildemente la hija preguntó: “¿Qué significa esto, Padre?”
Él le explicó que los tres elementos habían enfrentado la misma adversidad: agua hirviendo, pero que habían reaccionado de manera diferente:
La zanahoria llegó al agua fuerte, dura. Pero después de pasar por el agua hirviendo se había vuelto débil, fácil de deshacer.
El huevo había llegado al agua frágil. Su cáscara fina protegía su interior líquido, pero después de estar en agua hirviendo su interior se había endurecido.
Los granos de café, sin embargo, eran únicos. Después de estar en agua hirviendo, habían cambiado al agua.
¿Cuál eres tú?, le preguntó a su hija.
Cuando la adversidad llega a tu puerta, ¿cómo respondes? ¿cómo eres tú?
¿Eres una zanahoria que parece fuerte pero que cuando la adversidad y el dolor te tocan te vuelves débil y pierdes tu fortaleza?
¿Eres un huevo que comienza con un corazón maleable? ¿Poseías un espíritu fluido, pero después de una muerte, una separación, un divorcio, o un despido te has vuelto duro y rígido? Por fuera te ves igual, pero ¿eres amargado y áspero, con un espíritu y un corazón endurecido?
¿O eres un grano de café? El café cambia al agua hirviente, el elemento que le causa dolor.
Cuando el agua llega al punto de ebullición, el café alcanza su mejor sabor.
Deseo que hoy intentes ser como el grano de café cuando las cosas no vayan bien y puedas lograr que tu alrededor mejore.
Recuerda que todo lo que te sucede en la vida es por alguna razón, nada es por casualidad, sólo necesitas descubrir su motivo y aprender de ello.
El Juicio de Dios
por Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.
Felices los misericordiosos |
Cuenta la leyenda finlandesa que hace mucho, mucho tiempo, vivía en la tierra una señora muy devota que rezaba rosarios y hacía novenas. Era muy devota de los santos y entre ellos tenía preferencia, y a los que más quería les prendía más velas. Lo que nunca hacía era tener compasión de nadie, y despreciaba a su sirvienta. Nunca dio un pedazo de pan a un pobre y jamás perdonó una ofensa. Y le parecía que tener misericordia, no era un mandamiento digno de ella.
Al fin de muchos años le llegó su turno: se murió de vieja. Al llegar al cielo, San Pedro le revisó el legajo y le cerró la puerta. Indignada y furibunda le armó un escándalo; pero San Pedro no quiso atender a sus protestas. No encontraba entre sus datos ningún motivo para abrirle la tranquera. Se la llevaron nomás los diablos, y a su llegada le organizaron una "fiesta".
Con todo, sus santos protectores fueron ante el Padre Eterno a quejarse y pedir que interviniera. Y el Padre Eterno, que quiere que reine la paz en su cielo, accedió a revisar las cuentas. Llamó al ángel más fornido y señalándole allá abajo a la señora, mandó que fuera y la trajera.
Y allá fue don Angel de un zumbido, cayendo entre los diablos como chimango en pichonera. La tomó a la Doña ente sus brazos y dispuso a retomar de vuelta. Al verlo el diablo que estaba más cercano de ella, se dio cuenta de que se la llevaban para el cielo, y quiso aprovechar para huir de los infiernos y de un salto se aferró a sus piernas que ya estaban en el aire. Otro diablo, al verlo remontarse, repitió la treta, y se agarró a los pies de su colega. Y así uno tras otro se fueron agarrando, formando una cadena. Y al irse remontado el ángel, iba sacando a todos los diablos de infierno como quien desenrolla una madeja.
La señora del cuento entonces miró a sus pies, y al ver que los diablos se salvaban con ella, le entró una tremenda indignación y comenzó a gritar:
-¡Qué horror, de ninguna manera!
Y comenzó a dar taconazos y patadas, para librarse de toda esa caterva. A cada patada se soltaba un diablo, y con él se rompía la cadena, que volvía dando tumbos al infierno, levantando una tremenda polvareda. Desesperado el primer diablo se aferraba con las dos manos y los dientes, de sus piernas, para un certero taconazo lo tumbó, justo mismo al llegar a la tranquera.
Y así llegó la señora a presentarse, ante Dios Padre, y jadeante y satisfecha. Satisfecha de haber preservado el orden de las cosas: los santos en la gloria, los demonios en la hoguera.
Pero Dios Padre la miró a los ojos, y tomándola por los hombros indignado la arrojó nuevamente a las tinieblas. Y luego, dirigiéndose a sus santos, pronunció sentencia eterna:
Un juicio sin misericordia
para quien misericordia no tuviera.
El que tenga los oídos para oir,
que escuche, por favor, y que comprenda!
Los Anteojos de Dios
por Mamerto Menapace, publicado en Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande
El cuento trata de un difunto. Ánima bendita camino del cielo donde esperaba encontrarse con Tata Dios para el juicio sin trampas y a verdad desnuda. Y no era para menos, porque en la conciencia a más de llevar muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas que hacer valer. Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que había hecho en sus largos años de usurero. Había encontrado en los bolsillos del alma unos pocos recibos "Que Dios se lo pague", medio arrugados y amarillentos por lo viejo. Fuera de eso, bien poca más. Pertenecía a los ladrones de levita y galera, de quienes comentó un poeta: "No dijo malas palabras, ni realizó cosas buenas".
Parece que en el cielo las primeras se perdonan y las segundas se exigen. Todo esto ahora lo veía clarito. Pero ya era tarde. La cercanía del juicio de Tata Dios lo tenía a muy mal traer.
Se acercó despacito a la entrada principal, y se extrañó mucho al ver que allí no había que hacer cola. O bien no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin complicaciones.
Quedó realmente desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacía cola sino que las puertas estaban abiertas de par en par, y además no había nadie para vigilarlas. Golpeó las manos y gritó el Ave María Purísima. Pero nadie le respondió. Miró hacia adentro, y quedó maravillado de la cantidad de cosas lindas que se distinguían. Pero no vio a ninguno. Ni ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se animó un poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas celestiales. Y nada. Se encontró perfectamente dentro del paraíso sin que nadie se lo impidiera.
-¡Caramba — se dijo — parece que aquí deber ser todos gente muy honrada! ¡Mirá que dejar todo abierto y sin guardia que vigile!
Poco a poco fue perdiendo el miedo, y fascinado por lo que veía se fue adentrando por los patios de la Gloria. Realmente una preciosura. Era para pasarse allí una eternidad mirando, porque a cada momento uno descubría realidades asombrosas y bellas.
De patio en patio, de jardín en jardín y de sala en sala se fue internando en las mansiones celestiales, hasta que desembocó en lo que tendría que ser la oficina de Tata Dios. Por supuesto, estaba abierta también ella de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar. Pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala ocupada en su centro por el escritorio de Tata Dios. Y sobre el escritorio estaban sus anteojos. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación — santa tentación al fin — de echar una miradita hacia la tierra con los anteojos de Tata Dios. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. ¡Que maravilla! Se veía todo clarito y patente. Con esos anteojos se lograba ver la realidad profunda de todo y de todos sin la menor dificultad. Pudo mirar profundo de las intenciones de los políticos, las auténticas razones de los economistas, las tentaciones de los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras partes de la humanidad. Todo estaba patente a los anteojos de Dios, como afirma la Biblia.
Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de ubicar a su socio de la financiera para observarlo desde esta situación privilegiada. No le resultó difícil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal momento. En ese preciso instante su colega esta estafando a una pobre mujer viuda mediante un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria por sécula seculorum. (En el cielo todavía se entiende latín). Y al ver con meridiana claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le subió al corazón un profundo deseo de justicia. Nunca le había pasado en la tierra. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que sin pensar en otra cosa, buscó a tientas debajo de la mesa del banquito de Tata Dios, y revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una tremenda puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El banquito le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.
En ese momento se sintió en el cielo una gran algarabía. Era Tata Dios que retornaba con sus angelitos, sus santas vírgenes, confesores y mártires, luego de un día de picnic realizado en los collados eternos. La alegría de todos se expresaba hasta por los poros del alma, haciendo una batahola celestial.
Nuestro amigo se sobresaltó. Como era pura alma, el alma no se le fue a los pies, sino que se trató de esconder detrás del armario de las indulgencias. Pero ustedes comprenderás que la cosa no le sirvió de nada. Porque a los ojos de Dios todo está patente. Así que fue no más entrar y llamarlo a su presencia. Pero Dios no estaba irritado. Gozaba de muy buen humor, como siempre. Simplemente le preguntó qué estaba haciendo.
La pobre alma trató de explicar balbuceando que había entrado a la gloria, porque estando la puerta abierta nadie la había respondido y el quería pedir permiso, pero no sabía a quién.
-No, no — le dijo Tata Dios — no te pregunto eso. Todo está muy bien. Lo que te pregunto es lo que hiciste con mi banquito donde apoyo los pies.
Reconfortado por la misericordiosa manera de ser de Tata Dios, el pobre tipo fue animado y le contó que había entrado en su despacho, había visto el escritorio y encima los anteojos, y que no había resistido la tentación de colocárselos para echarle una miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.
-No, no — volvió a decirle Tata Dios — Todo eso está muy bien. No hay nada que perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran capaces de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?
Ahora sí el ánima bendita se encontró animada del todo. Le contó a Tata Dios en forma apasionada que había estado observando a su socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia y que le había subido al alma un gran deseo de justicia, y que sin pensar en nada había manoteado el banquito y se lo había arrojado por el lomo.
-¡Ah, no! — volvió a decirle Tata Dios. Ahí te equivocaste. No te diste cuenta de que si bien te habías puesto mis anteojos, te faltaba tener mi corazón. Imaginate que si yo cada vez que veo una injusticia en la tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No m’hijo. No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis anteojos, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Sólo tiene derecho a juzgar, el que tiene el poder de salvar.
-Volvete ahora a la tierra. Y en penitencia, durante cinco años rezá todo los días esta jaculatoria: "Jesús, manso y humilde de corazón dame un corazón semejante al tuyo".
Y el hombre se despertó todo transpirado, observando por la ventana entreabierta que el sol ya había salido y que afuera cantaban los pajaritos.
Hay historias que parecen sueños. Y sueños que podrían cambiar la historia.